martes, 17 de mayo de 2011

Andrea

“Una mujer artista, pintora o escritora, no importa qué, vive sola. Pero toda su vida está orientada alrededor de un hombre ausente al que espera Su piso es demasiado grande y su mente está llena de las formas del hombre que va a entrar en su vida. Mientras tanto deja de pintar o escribir.”…
                                                                                               8.UN CUENTO.(de Anna Wulf)
                                                                                                                               Doris Lessing. El cuaderno dorado.
                                                                                                                               Lease el libro para conocer el final del cuento

Las conozco rubias, morenas, bajitas y altas, la lista de mujeres que tejen sus emociones en torno a su hombre presente, ausente, tangible o etéreo es larga. A veces el hombre no es uno, son varios o el mismo que cambia, es el caso de Andrea.

Andrea es de las que se dice feminista de carné, orgullosa de su militancia, independiente y moderna. De esas que en el fondo vive secretamente avergonzada de sus largos ratos frente al espejo, de las sonrisas ensayadas y de la inevitable angustia que le invade cada vez que se descubre una de esas arrugas solo perceptibles a sus ojos.
Al margen de todo ello Andrea se estima y siempre se ha mostrado contraria a eso de existir para un hombre aunque tampoco le parece mal que, llegado el caso, un hombre exista para ella. De hecho, se exaspera sobremanera si esto no sucede y en las contadísimas ocasiones en las que le han dado calabazas o un hombre no le ha ofrecido un amor de esos de tipo incondicional e incombustible no encuentra otra explicación posible que la estupidez del susodicho en cuestión. Al menos estos son los únicos argumentos que comparte con sus amigas entre risas que disimulan el despecho.
Reserva para su madre otros del tipo “tú en realidad no le conoces” cada vez que deja a “un buen chico” y esta sutilmente le echa en cara lo que le parece una pasmosa facilidad para saltar de cama en cama en busca de algo que nunca llega. No creo yo que dicha facilidad sea tal cuando anda ya cerca de la treintena y todavía le sobran dedos en las manos para contar sus amantes. Pero todo depende de quien lleve la cuenta.
Que yo sepa no han sido tantos, la relación más larga que le he conocido la mantuvo con un tipo encantador con quien conoció por primera vez los placeres del sexo y de la filosofía en las noches de una incipiente juventud que entonces le parecía infinita. El mozo iba para escritor y no hubo una sola noche en la que no le regalara un poema. Todo el mundo sabe que la adoraba. Con los años a ella le aburrieron los poemas y empezó a pensar que si el la creía y la veía tan perfecta era porque el era terrible e irremediablemente imperfecto. Así que al final tanto amor le pareció poco y no pudo soportarlo.
Pensó que necesitaba otra cosa, algo exento de amor, y así aterrizó en la cama de un extranjero que estudiaba para abogado, a todas luces eran antagónicos. A decir verdad, Andrea agradecía las limitaciones que les imponía el hecho de no hablar el mismo idioma porque siempre se podría achacar a eso la ausencia de contenido que caracterizaba las conversaciones entre ambos. Lo cierto es que no se entendían ni siquiera en la cama pero se mantuvo unos meses en su nuevo papel de amante sin pararse a pensarlo, en aquella época Andrea no se paraba mucho a pensar, estaba demasiado ocupada experimentando.
Al siguiente lo encontró en un bar y casi inmediatamente le cedió el lado bueno de la cama, en lo metafórico y en lo literal. No se muy bien que pasó, siempre habla de el con enojo, nunca le perdonó atreverse a ser el quien no la quisiera. Lo dejó con la rabia de saber que a el la ruptura no le causaba ningún sufrimiento. Todavía hoy fingen ser amigos y de de vez en cuando quedan para tomar una cerveza, él le adula, le regala los oídos evocando con fingida melancolía un pasado que en realidad nunca ha existido, ella le esquiva pero no le corta, y por unos instantes se siente bien pensando que es cierto y que la que le desprecia es ella. Aunque en el fondo sabe que no es cierto hace como que no le importa y pospone la tensión para el siguiente encuentro y la siguiente cerveza.
Después de aquello conoció un par de hombres con los que no ha mantenido más de un encuentro. Suele encontrarlos de noche, no le suponen más esfuerzo que un par de miradas y una conversación de esas que pierden su sentido si no hay copas de más. Andrea predica sobre la libertad sexual pero en el fondo consume estos encuentros como consumía aquellos kínder sorpresa que comprábamos cuando éramos niñas, obviamente le encanta el chocolate pero en el fondo sueña con que le toque una buena sorpresa. Si el juguete es bueno lo guardas y si no… bueno, por lo menos te comiste chocolate. En una ocasión no encontró nada que mereciera la pena más allá del chocolate, en otra le toco repetido el teletubbi capullo y aunque tuvo una sombra de duda, lo reconoció enseguida y no tuvo mucho interés en quedárselo.
En una tercera ocasión, en la tasca de turno, le tocó el pintor y a ese si se lo quedó. Ya va casi para un par de años que mantiene una relación con el pintor. El es unos años mayor que ella y lleva una vida de esas de buhardilla parisina. Pasan juntos las tardes soñando en alto, ella se queja de su vida bohemia y él se queja de su vida burguesa y ella se sonríe porque piensa que ya nadie utiliza esa palabra; se enfadan y al rato ella se ríe y le ordena los pinceles. Se besan y él le pinta un cuadro. Y ella lo mira y descubre que él le ha pintado una arruga y de nuevo se enfada; y tiene miedo. Y quiere correr a comprarse un kínder sorpresa y después piensa que le encanta el olor de los pinceles.


lunes, 9 de mayo de 2011

La culpa la tiene Anna Wulf

Realmente la culpa es de Anna Wulf, de Anna Wulf y de su Cuaderno Dorado, hacía tiempo que un libro no me trataba no tanta insolencia. Quizá ha sido la primera vez.
Al principio jugamos a un juego extraño, yo te miré de lejos, con pereza, simplemente como a aquello que se suponía debía leer, manoseé tus páginas con mi adolescencia y tú me devolviste letargo y hastío, te dejé dormir largo tiempo en una estantería vacía. A veces te miraba al pasar y siempre me apetecías mas tarde.
Cuando ya mi flequillo contaba tres canas tomé la determinación de hacerte frente y supe casi en ese instante que me acompañarías largo tiempo, quizá siempre. Es algo que simplemente se sabe, se sabe como una sabe que… en realidad no tengo certezas de nada.
Me hablaste desde Anna Wulf y tuve tanto miedo y a la vez tantas ganas de ser ella. En el transcurrir de tus hojas los más de 50 años que nos separan se me antojaron segundos, lo lógico sería que la brecha fuera inmensa, pero querida Anna siento decirte que nunca se terminó de esculpir la mujer moderna. Al menos yo quedé totalmente inacabada y comprenderte resultó amargamente sencillo. Y yo también me miró masoca en la sombra del otro, de la otra en este caso, y caminé con los zapatos de Anna y me imaginé escribiendo sus cuadernos.
Los cuadernos de Anna están en cuatro fragmentos y los fragmentos de Anna son cuatro cuadernos. Los leí con atención y sentí que yo misma me divido absurda y poliédrica y tengo cuidado de separar mis fragmentos, entre mis dos ciudades, mis dos edades (la de niña y la de mujer), a menudo me presento invencible y a menudo vencida. Anna me contó que en estos casos es difícil hacer nada y pensé en que hacía ella, simplemente escribir aun cuando no sabía muy bien para qué.
Así que la culpa de este blog la tiene Anna Wulf, aunque no sepa muy bien para que, iré escribiendo aquí lo que surja de cualquiera de mis fragmentos. Pienso que no le importará que de vez en cuando tome prestado un trocito de sus cuadernos. Ni siquiera pienso que le importe a Doris por mucho que mi escritura sea torpe.